Un inesperado disparador ha generado en mi una cascada de recuerdos cálidos, cerrando un círculo emocional cuya existencia desconocía. Sólo tiene significado para mí, lo sé, porque son todos momentos de mi infancia. Pero al ponerlos en verbo los doto de materia y al compartirlo refuerzo su realidad. Discúlpenme, por adelantado, hacerles partícipes de este rincón de mi intimidad. Mi abuelo era natural de La Línea. De su infancia solamente sé, por mi madre, que pasó mucha hambre. Fue guardia civil hasta su retiro. Mi abuela, canaria. Maestra. En algún momento se conocieron (supongo que ella destinada en Zahara y el patrullando aquellas costas) y tuvieron 7 hijos. El 8, el mayor, era de un marido anterior de mi abuela que falleció. Vivieron en Canarias. Un tiempo en La Palma, por lo que sé. Más en Gran Canaria donde fallecieron. Sin embargo mi abuelo siempre tuvo un pie en su Cádiz y por eso tuvieron una casita en lo que entonces era un pueblo de pescadores: Zahara de los Atunes. Pese
Veintitrés escalones formaban los barrotes de su prisión. De mármol desgastado por cincuenta años de historia que se habían llevado su antiguo brillo. Nada le hizo pensar cuando llegó allí con esposa, hija, miedos y esperanza, que aquellos veintitrés peldaños estrecharían poco a poco su mundo. Los había subido y bajado miles de veces. Había escuchado a los niños correr por ellos y a las madres advertir desde los pisos altos, a gritos, del riesgo de caerse y de las consecuencias terribles que llegarían de sus propias manos si se caían. Incluso había organizado una derrama en sus años de presidente de la comunidad para pulir y barnizar la antigua y señorial barandilla de madera. Sus jornadas de trabajo habían empezado y acabado en aquella escalera demasiadas veces. Pero como el mármol, él se hizo cada vez más viejo, cada vez más desgastado. Y los escalones cada día le parecían más empinados. A él le faltaba el aire y a la mujer que compartía su vida desde que era apenas un hombre las