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ansiedad por separación


El móvil sonó temprano por la mañana con un trino de pájaros que hizo que Lula no tuviese claro si estaba soñando o no. Unos segundos antes se había encontrado corriendo entre la hierba alta, persiguiendo ratones blancos que sabían a lasaña cuando los atrapaba entre los dientes y el sonido de los pájaros se fundió con su fantasía. Levantó la cabeza de la colcha de Lola, justo en el hueco que quedaba tras sus rodillas en posición fetal. Le costaba abrir los ojos legañosos y saltones y tenía la lengua reseca e inflamada porque se había dormido con ella asomando entre los belfos, por la izquierda de su hocico. Los 2 mechones de su cabeza los tenía de punta como un pequeño troll de juguete. Así la vio Lola cuando encendió la luz para levantarse. Eran las 6 y media de la mañana.

  • ¡Madre mía, Lula! ¡Eres feísima!

Y de nuevo, Lula pensó que era la mujer más hermosa que había visto nunca aunque, teniendo en cuenta que solamente recordaba 3 mujeres en su vida, dos de ellas las últimas 48 horas, tampoco era algo demasiado difícil. 

La mujer se duchó, se pintó y se puso un vestido largo verde césped a juego con sus pendientes, su esmalte de uñas y su sombra de ojos. Tomó un bolso marrón a juego perfecto con las botas y el cinturón. Sacó a pasear un rato a la perra que empezaba a entender que caca en la calle bien, en casa mal. Y después se marchó.

Sin Lula. 

El momento en el que cerró la puerta a su espalda dejando allí a la perra fue el inicio de una pesadilla canina.

  • ¿Se va? ¿Se va sin mí? ¿Me abandona? ¿Me voy a quedar aquí sola para siempre? ¿Qué voy a comer? Tiene que haber algo para comer, o moriré de hambre. Una perra como yo no puede vivir sin manada. ¿Qué puedo encontrar? Si consigo abrir la basura podré aguantar algún tiempo más sin fallecer de inanición. Sí, así, lo extenderé todo bien por el suelo y comeré estos restos de comida.  Algo más tengo que encontrar. ¿A ver? ¡Estos zapatos son de cuero! ¡Algo podré sacar de ellos! Está correoso, pero se puede comer… vale: voy a mordisquear uno de cada par del armario, así le dejo a mí dueña el otro por si tiene hambre. ¿Y si se me acaba el agua? ¡La tapa del retrete está abierta! Si me empino seguro que podré beber de aquí. Necesito hacer pis. ¡Oh, me manché las patitas, seguro que en sofá puedo secármelas! No puedo con estos nervios. ¡Menos mal que si hago un agujero en el cojín puedo meter aquí la cabeza! Aquí metida me siento algo más segura, pero aún tengo miedo. ¡Quiero hacer caca! ¡Otra vez diarrea! Cuando me pongo nerviosa me da diarrea.  Volveré a secarme las patitas en el sofá. Y haré un agujero en el otro cojín…

Cuando Lola abrió la puerta a las 3 y media de la tarde, lo primero que notó fue el aroma denso de los excrementos diarreicos de la perra. Después vio los dos cojines destripados, con todo el relleno extendido cuidadosamente por el salón, algunos trozos manchados de heces y orina. Vio las huellitas marrones en lo alto del sofá y por todo el suelo de mármol. Entró en la cocina y allí vio toda la basura extendida. 

Sintió que se iba a desmayar y se sujetó un segundo al quicio de la puerta. Le parecía difícil comprender cómo un perro tan pequeño y delgado era capaz de tal destrozo. Estaba hiperventilando, sudando, con el corazón a mil y a punto de gritar. Su capacidad de control se esfumaba por segundos, todos sus pensamientos obsesivos de infestación aparecieron al mismo tiempo. Casi veía cómo se extendía desde cada mancha una inmensa colonia de bacterias, hongos, miasmas… que infestarían todo. Se planteó cerrar la puerta y, directamente, mudarse, o quemar la casa. 

Se obligó a calmarse. Del bolso sacó un trankimazin de esos que usaba muy de vez en cuando, a escondidas, cuando creía que se le saldría el esófago por la garganta. 

Sin cerrar la puerta fue directamente a por los guantes de látex. Se puso dos pares a la vez, se hizo un nudo en el vestido para no arrastrar la falda por el suelo, y comenzó a limpiar y desinfectar todo minuciosamente. Centímetro a centímetro. 

Lula, por su parte, pudo ver cómo la ira, el miedo o algo desconocido surgía en su humana. Por un momento pensó que le golpearía como había hecho el hombre que era su dueño antes. Pero no. En lugar de eso se puso a limpiar. Eso alivió a la perra casi tanto como el hecho de darse cuenta de que no la habían abandonado para siempre. 

Salió al patio de naranjos mientras la mujer limpiaba compulsivamente y se tumbó en un rincón en el que daba el sol. Le encantaba aquella sensación cálida sobre su piel desnuda, desconocida para ella hasta entonces. 

De fondo escuchaba el murmullo del agua de la fuente que presidía el espacio, los juramentos y maldiciones de su nueva humana mientras fregaba, algunos pajarillos… y algo más. 

Un sonido un poco a su derecha. Lo pudo ver, a través de la niebla que cubría sus ojos. Pequeño. Gris a diferencia de los de sus sueños. Un ratón que había sido capaz de sobrevivir a los gatos del Albaicín. Lo observó en silencio, moviendo solamente sus pupilas. A través de los bigotes percibía algo de la vibración que hacía al moverse. Sus fosas nasales se llenaron de un ligero aroma a tierra y alcantarilla. Algo primitivo creció en ella e hizo que todos los demás estímulos desapareciesen: No había fuente, no había  mujer. No había ni siquiera aire que respirar. Solamente aquel ratón gris y ella. La sangre de terrier bullía por sus venas, todos los cazadores de su estirpe se tensaban bajo sus músculos sin que nadie pudiese apreciarlo desde fuera. Cualquiera, el ratón, pensaría que estaba dormida, pero todos sus sentidos estaban alerta.

El ratoncillo caminaba presuroso pegado a la pared, inconsciente de la presencia de la perra. Ni siquiera lo vio venir: fue un segundo, un rayo. No llegó a sufrir. 

Una gota de su sangre murina llegó a las encías de Lula cuando lo apretó. La respiración del animal se detuvo en un instante y aquel sabor ferroso tan distinto a la lasaña la hizo sentir  pletórica. Estaba emocionada. Se sentía más perra que en toda su vida. Caminó por el patio sobre las puntitas de sus patas, unos centímetros más alta, con la cabeza bien arriba de la que colgaba la colita del ratón, con su propia cola de punta con el penacho de pelo coronándola. Satisfecha.

Fue hacia la puerta de la casa y allí vio a la mujer afanándose en limpiarlo todo. Notó, por el olor, que llevaba tiempo sin comer y estaba agotada. De pronto, su necesidad de disfrutar de su presa fue menor que la de cuidar de su manada. Aquella humana necesitaba alimento y descanso, y ella estaba allí para ayudarla.

Si su día no había sido suficientemente jodido ya, el colofón para Lola fue, cuando por fin había desinfectado adecuadamente toda la casa, subir a su dormitorio a descansar un rato y encontrar un flamante ratón gris con sus tripitas colgando colocado con delicadeza sobre la almohada blanca. 

Comentarios

poliebrico ha dicho que…
Muy original y bonita historia.

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