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Aquí de nuevo.

Escribo, vomito y me quedo vacía.

Estando vacía no me puedo enfrentar a la pantalla del ordenador. Las letras se niegan a alinearse con sentido. No hay nada que pueda plasmar, nada que pueda contar. No tengo imaginación.

No sé inventar, no sé crear. Solamente sé escuchar.

Y llega un día en el que un alma rota se sienta frente a mí con la esperanza de que yo cosa sus trozos. Algo tiene ese espíritu que enlaza con otros que anidan en mi memoria y, ellos solos, trazan una historia nueva.

No sé inventar. Sé coser historias.


I



Sentada en el borde de la cama, encorvada y desnuda, se mira en el espejo. A media luz contempla la imagen que este le devuelve. Una sombra de lo que pudo ser. Un resto de lo que nunca llegó. Una marioneta sin hilos desplomada, sin fuerza, sin vida.
El pelo negro cuelga frente a su cara. Le recuerda un poco a una película japonesa de terror, solo que, en vez de ser una niña muerta, es una mujer herida. O quizás no. Quizás está muerta del todo.
Aún a media luz puede ver una sombra oscura bajo su ojo derecho, porque su ojo izquierdo apenas se distingue entre los párpados inflamados. En el borde externo sabe que se le están acumulando legañas verdes y mucosas. Ya empezó a ocurrirle la noche anterior.
En la boca le falta un colmillo inferior perdido hace ya algunos meses y que hacen que le avergüence sonreír, aunque se pregunta si lo volverá a hacer alguna vez.
El hematoma del pecho no recuerda cuándo se lo ha hecho. Tiene la forma de la arcada dentaria de Alberto, así que supone que se lo ha hecho estando en la cama. Hay más marcas: en el hombro, en la muñeca, varios entre las piernas y en los glúteos. En estas 2 últimas semanas su novio ha estado mucho más activo de lo habitual. Por eso Susana apenas había salido de casa: no podía hacerlo con esa cara sin ocasionar preguntas incómodas.
Observa como la luz que se filtra por la persiana dibuja las curvas de su cuerpo. Curvas escasas que una vez fueron plenas. Suspira, cansada, y sopla un mechón que entorpece su campo visual. Se apoya con los brazos en el colchón sintiendo el peso del universo sobre su espalda. Observa cómo su pecho es mucho más fláccido de lo que le correspondería a sus 20 años, el ombligo casi rozando su columna vertebral le recuerda el poco apetito que tiene desde hace tiempo. Entre las piernas huesudas puede ver su pubis negro. Bajo él sus labios rezuman el esperma que manchará la sábana bajera. Piensa que tendrá que cambiarla antes de que llegue la noche.
El leve cosquilleo del fluido que cae de su sexo a la cama le hace sentirse lejos - ¡Tan lejos! - de su cuerpo. Ese cuerpo capaz de responder con viveza a un estímulo que le hace sentirse muerta. Pese a aquel olor que, sin ser desagradable, no le despierta ninguna pasión, aquella piel que al tocarla se siente inerte y aquella polla que ya ni es capaz de notar dentro de sí, su cuerpo reacciona. Lubrica e, incluso, llega a tener (sufrir) un orgasmo. Un orgasmo que tan solo sirve para que él le diga al oído “¿Ves que al final te lo pasas bien?”
Pero el final solamente llega cuando él se corre. Desde que le empuja a la cama hasta que por fin se va dentro de ella Susana se desdobla y es capaz de verse desde fuera. Su pensamiento alterna entre imaginarse mirándose desde el lado de la cama a recordar cualquier tarea o cosa pendiente del día. Su mente está en cualquier sitio menos en su cuerpo sintiendo lo que ocurre. Prefiere dejar que su organismo se debata con el asco mientras ella viaja o, simplemente, se esconde en algún lugar secreto de su imaginación donde Alberto jamás pueda llegar. Al menos algún aspecto de su psique enferma sigue siendo suya. Lo otro, la carne, se convierte simplemente en un amasijo de huesos con agujeros follables.
Hace tiempo ya que su mente aprendió esa estrategia. Distanciarse de su ser físico para protegerse de la locura, de la aversión que le ocasiona tocar y ser tocada. Sus músculos se ponen en modo automático para dar placer (el justo, la verdad, tampoco hay que excederse) mientras sus pensamientos se alejan. De esa manera amable se hacen algo más soportables aquellos minutos en la cama.
Ya ni siquiera le angustia ese momento. Han sido muchas veces ya las que su deseo, o ausencia del mismo, ha sido ignorado. Lo vive como un mero trámite. A fin de cuentas, así él está más tranquilo, quizás incluso se duerma después. Pero le entristece sobremanera ver que su cuerpo la traiciona excitándose con algo que a su mente solamente le causa, si acaso, asco.
Igual que la traiciona su cuerpo la ha traicionado su alma antes, haciendo que amase, necesitase, la presencia de quien le dañaba. Esa alternancia de amor intensísimo y desesperado con odio profundo y visceral que le hizo adicta a él. Pero después llegó el miedo: Miedo a afrontar una vida sin él y también miedo a perder la vida en sus manos. Asumir que podía pronunciar la frase “tengo miedo a que me mate”, pero esperar despierta por la noche a su llegada temiendo que la abandone.
Loca, está loca. Ya se lo han dicho muchas veces. No solamente él – él la llama, loca, puta, histérica y todo lo que se le ocurra – sino también las que eran sus amigas, su madre, su hermano… y por su puesto su psiquiatra que le ha dicho que tenía depresión, trastorno de personalidad, trastorno bipolar, trastorno de control de impulsos… todos los trastornos que se le han ocurrido para darle pastillas. Pastillas que, a veces, consiguen que pueda distanciarse un poquito más, solamente un poquito, de su vida.
Como loca (loca oficial, de las de verdad) se ha ido quedando sola. Nadie quiere a su lado a una loca. Al principio dicen que sí, desde luego. Pero la comprensión de la locura del otro es limitada. Susana sabe que han intentado ayudarle muchas veces, pero, una vez avanzados unos pasos en el camino de su propia construcción, no han comprendido que los desandase. Que tuviese sus episodios de tristeza profunda, que su alma vagase dando tumbos y necesitase separarse de aquellos que tienen una vida, a sus ojos, racional. Que los odiase porque ellos, desde la seguridad de que alguien los quiere, la autonomía del que es capaz de respirar sin que otro les dé permiso, se convertían en un recuerdo de su propia miseria. Su madre tan segura, su hermano, tan calmado. Con vidas completas, independientes.
Por eso Susana había acabado boicoteando todo lo que la unía a ellos. Fue más fuerte el dolor de comparar su mierda de vida con la de ellos que el amor que podía sentir.
Lo perdió todo, y a todos.
Los alejó a todos.
Y ahora no le quedaba nada más que aquel cuerpo que se encargaba de satisfacer a otro: costillas y piel, agujeros. Traidor emisor de fluidos no deseados, receptor de furia y semen.

Comentarios

poliebrico ha dicho que…
Me ha gustado mucho me ha hecho ponerme en la piel de la protagonista. Una historia dura y tan real. No sabía que escribías te sigo hace tiempo en Twitter. Lo haces muy bien.

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