Susana escuchó a su madre levantarse e ir a la cocina. Cuando esto ocurrió llevaba ya más de dos horas despierta, y lo poco que había logrado dormir, había sido a trozos y cargado de pesadillas. Antes de levantarse metió la mano en el cajón de la mesita de noche. Entre gomas del pelo, bolígrafos, algún juguete de un Kinder Sorpresa y otras cosas cuya utilidad nunca estuvo definida, encontró las diazepanes que le habían dado en urgencias unas noches antes. Se tomó el primero del día tanto para silenciar al pequeño monstruo negro que ya se desperezaba en su esófago como para amordazar al gran monstruo en el que había visto que ella misma se podía convertir. Contó las que le quedaban: suficientes para aguantar hasta ir al día siguiente a la farmacia cuando estuviese abierta. Ya entendía que le resultaban completamente necesarias. Fue descalza pese al frío que hacía en la casa hasta el cuarto de baño. Desde pequeña recordaba a su madre insistiéndole en que se pusiese las zapatillas: “¡Niñ
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