Veintitrés escalones formaban los barrotes de su prisión.
De mármol desgastado por cincuenta años de historia que se habían llevado su antiguo brillo.
Nada le hizo pensar cuando llegó allí con esposa, hija, miedos y esperanza, que aquellos veintitrés peldaños estrecharían poco a poco su mundo.
Los había subido y bajado miles de veces. Había escuchado a los niños correr por ellos y a las madres advertir desde los pisos altos, a gritos, del riesgo de caerse y de las consecuencias terribles que llegarían de sus propias manos si se caían. Incluso había organizado una derrama en sus años de presidente de la comunidad para pulir y barnizar la antigua y señorial barandilla de madera. Sus jornadas de trabajo habían empezado y acabado en aquella escalera demasiadas veces.Pero como el mármol, él se hizo cada vez más viejo, cada vez más desgastado. Y los escalones cada día le parecían más empinados. A él le faltaba el aire y a la mujer que compartía su vida desde que era apenas un hombre las rodillas le dolían a rabiar a cada paso.
Ella y sus maltrechas articulaciones fueron el motivo necesario para instalar un ascensor que, debido a la antigüedad y la extraña estructura del edificio, tuvo que quedarse en un "quiero y no puedo" de medio cuerpo en el que, con dificultad, cabían dos personas.
Suficiente para permitirles salir de casa al mercado de abastos. Insuficiente para que la funeraria se llevase el cuerpo frío pero bello y de sonrisa serena que amaneció una mañana junto a él.
La abuela se fue en paz hacía ya más de 10 años. De modo silencioso pero determinado, como siempre había actuado en vida. Sin sufrir y sin hacer sufrir más de lo
necesario salvo, por supuesto, a los dos mozos que miraban el féretro, la angosta escalera de mármol con sus veintitrés escalones de mármol y el insuficiente ascensor.
El abuelo y yo esperamos en silencio en el salón, su mano en la mía, mientras mamá daba indicaciones a los operarios y papá corroboraba lo que ella decía con leves gestos de cabeza y sonidos guturales de afirmación.
Veintitrés escalones marcaron los últimos momentos de la abuela en la tierra dando a los vecinos un escabroso tema de conversación para la sobremesa de aquel domingo.
El abuelo, sin embargo, no dijo una palabra sobre aquello. Prefería recordarla como la niña linda de la que se enamoró, la mujer bella que sostuvo en brazos a su hija primero y a su sobrino después cuando su hermana enfermó. Que cuidó con diligencia a una suegra con lengua viperina sin emitir una sola queja pero, al mismo tiempo, sin admitir una sola crítica. La dama que modulaba su ocasional mal carácter con alumnos y profesores cuando él fue director del colegio. La anciana ágil como un gato que simuló una artrosis de rodilla para que él no tuviese que reconocer que se ahogaba en el escalón número seis.
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