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El empotrador

Esta va dedicada a mí psicóloga, que dice que le gusta más cuando escribo guarradas fracasadas:


Tras el divorcio primaba en ella la necesidad de sentirse deseada por alguien que, rápidamente, chocó con la realidad de la naturaleza humana: torpe e imprefecta, desordenada, imprevisible. De nadie podía esperar que encajase como un guante en el patrón masculino que había creado y que, le dolía reconocerlo, se parecía a su ex marido en demasiadas cosas. El que no le parecía alto, le parecía bajo. Un chico encantador dejaba de serlo cuando ponía un vaso húmedo sobre la mesa sin posa vasos. El otro dejaba los calzoncillos en el suelo. Aquel atractivo y varonil tenía pelos en las orejas y el otro voz de pito. La encantadora sonrisa tenía los dientes oscuros y el que bebía sus pasos fumaba. Nadie llegaba a cumplir sus espectativas imposibles. Se enfrentó a la realidad de que ella misma se había sentido cómoda con la casi perfección del hombre: limpio, ordenado, simétrico, atlético, de voz templada y piel trigueña. Con el único defecto de tener una obsesión de limpieza tal que no podía tolerar a su propia mujer. E introducir en su vida alguien que no cumpliese esos estándares, pese a que fuesen mucho menos disfuncionales, le estaba resultando difícil. 

Había iniciado alguna relación sin sentido que le había aportado poco. Tal como decía su madre, un hombre que estuviese soltero alrededor de los 40 años debía tener algún defecto, y un hombre divorciado a buen seguro que lo tendría. Y Lola parecía tener la habilidad de detectar y magnificar los fallos de cualquiera que se le acercase. Tras varias decepciones que rayaban el ridículo como encontrar insoportable a un tipo porque masticaba ruidosamente cuando comía patatas fritas, empezó a plantearse que posiblemente no encontrase a un hombre con el que compartir su vida pero que, sinceramente, tampoco le hacía falta. Era más fácil encontrar un caballero con el que compartir algunos ratos y alejarse de él antes de que un par de calcetines desemparejados le rompiesen el corazón. 

Pero el tipo de la noche anterior… Lo había conocido por tinder un par de semanas antes. Habían tomado café un par de veces y le parecía interesante. Alto, exáctamente 17 centímetros más alto que ella. 2 más de lo adecuado, pero aceptable. Moreno y tenía todo su pelo en la cabeza. Ni siquiera se adivinaban entradas. Tenía todos sus dientes, del color preciso y bien colocados. Sus ojos miraban al mismo punto (Lola no podía soportar bajo ningún concepto ningún grado de estrabismo, se ponía físicamente enferma) y eran del mismo color. Las manos estaban limpias, con las uñas bien cortadas, sin padrastros ni grietas. La piel no era demasiado pálida ni demasiado oscura, y no se apreciaban arañas vasculares ni acné. Olía bien (lo que era un punto extremadamente necesario para ella). Además su tono de voz era grave y no desafinaba con estridencias ni tenía aquella insoportable costumbre de hablar demasiado alto en los restaurantes.

Trabajaba en algo técnico que a Lola se le escapó. Pero era capaz de mantenerse económicamente. Suficiente para ella.

En algún momento en su última cita llegó a preguntarse, mientras él la miraba directamente a los ojos con su mirada no estrábica, por qué motivo un hombre tan simétrico y correcto, capaz de pagar sus propios gastos y con una conversación que le estaba resultando interesante, estaría solo a los 46 años. Sin embargo desechó rápidamente la sombra de la duda y decidió dar el paso de llevárselo a su casa. 

Todo iba bien. El tipo seguía oliendo bien después de la cena, tal vez un poco a alcohol, pero ella misma había bebido. Cuando, al desnudarlo, se dio cuenta de que no estaba erecto tampoco se preocupó: siguió con los juegos previos. Pero pronto notó que él estaba incómodo, agobiado por su falta de erección.

  • No sé lo que me pasa. Te aseguro que nunca me había ocurrido.

  • No te preocupes, hemos bebido un poco y el alcohol juega estas malas pasadas.

  • Sí Lola, pero de verdad, me encantas, me pones un montón- se manipulaba el miembro fláccido, observó Lola, mientras tanto, con cierta deseseperación- y no quiero que te lleves una mala impresión de mí.

  • Chico ¡No te agobies!. Mira, ¿Por qué no descansamos un ratito? Yo misma estoy cansada, es tarde.- le besó el cuello mientras, sin demasiada pasión- Seguro que por la mañana, tras haber dormido, todo va mucho mejor.

El tipo se acostó con ella a su lado. Lola estaba incómoda. No le gustaba compartir su cama pero asumía con sus amantes que sería descortés decirles que se marchasen. Sin embargo, ese no había llegado ni a amante y se estaba encontrando con un hombre desnudo y borracho en la cama, soltando pelo en sus sábanas y, para colmo, empeñado en abrazarla en plan cucharita pegándole calor. 

A los pocos minutos, en cuanto se relajó, notó con alegría la renacida erección de su acompañante. Al final la noche no acabaría mal del todo. 

Él comenzó, con su pelvis pegada al trasero de Lola, a tocarle torpemente el coño. Estaba claro que “tenía las manos llenas de dedos”, así que ella intentó primero guiarle en su búsqueda de los puntos de placer para, posteriormente, ante la evidente ausencia de habilidad, tocarse a sí misma mientras rozaba el pene del hombre con sus genitales. Le pidió que se pusieses un preservativo.

  • ¿Es que no te fías de mí?

  • Hombre: Ya no. Mejor ponte el condón.

  • ¿Y si se me baja?

  • Pues intentaremos subirla de nuevo, y si no funciona te haré un café delicioso por la mañana y lo volveremos a intentar.

Accedió a regañadientes a ponerse el condón y, con lo que Lula ya interpretaba claramente como torpeza manifiesta, pasó a penetrarla. Poco a poco su cuerpo respondió positivamente a la mecánica porque, aunque ya tenía claro que no pensaba volver a ver a aquel tipo en su vida, por lo menos quería pasar un buen rato. 

El señor comenzó a emocionarse, a sudar un poquito y empezar con los “¡oh, sí!” “¡Oh, vamos!” “¡Oh, cómo me gusta!” a los que Lola respondió con los gemidos de rigor, más por formalidad que por vocación.

Hasta el momento.

Hasta la gota que colmó el vaso. 

Podía entender que no erectase, por supuesto. Pasaba el que fuese bastante torpe tocándola. Estaba dispuesta a ignorar por una vez el hecho de que no fuese demasiado amigo de ponerse un condón. 

Pero aquello no:

  • ¡Oh, sí! Esto es lo que te hacía falta ¿Verdad? ¡Un tío de verdad que te empotre!

No, eso no. Con 38 años, carrera, 3 máster, el doctorado, 35 publicaciones, profesora en la universidad optando a cátedra, salvando vidas todos los putos días. Un tío que la empotre no era algo tolerable.

  • ¡Mira bonito!- le dijo apartándose de él- Mira lo que tienes a tu espalda.

  • ¿Qué?- respondió, confuso- ¿Qué pasa? ¿Qué dices?

  • Que mires lo que tienes a tu espalda.

  • ¿El qué?- se dio la vuelta -¿El armario?

  • Justamente eso: el armario. Al armario se le empotra. A mí, si acaso, me follas. Si yo quiero y se nos da bien. Pero ni me empotra nadie ni necesito ningún “tío de verdad”. Por favor, vístete y márchate

  • ¿Qué?¿Que me vas a dejar así?

  • No, así no. Por supuesto tienes tiempo para vestirte antes de salir de mi casa. 

  • ¿Estás en serio?

  • ¿Parece que bromee?

  • ¡Serás zorra!

  • Zorra puede ser. Lo que no soy es un armario para empotrar. Anda, por favor, ve marchándote. 

Con su condón aún puesto colgando de la punta de su polla fláccida, el tipo se levantó de la cama indignadísimo y se puso los calzoncillos mientras susurraba maldiciones y repetía que “no se puede jugar así con la gente”. Lola se medio vistió con su  albornoz y sus zapatillas y lo acompañó hasta la planta baja. Le abrió la puerta invitándole a marcharse. El tipo cuyo nombre tenía guardado en la agenda como “guapito ingeniero tinder” salió y, un paso más allá del marco de la puerta se volvió para decirle algo.

Algo que Lola nunca sabría porque cerró inmediatamente en sus narices. 

En el salón, sola, con su bata cruzada alrededor del pecho desnudo, suspiró y se recordó a sí misma lo mal que estaba el mercado masculino antes de subir al baño de la segunda planta para retirarse cuidadosamente el maquillaje, ducharse, cepillarse el pelo, ponese crema hidratante en el cuerpo, serum de vitaminas en la cara, crema facial de noche y acostarse para dormir plácidamente ocupando con brazos y piernas extendidos como una estrella de mar, su cama de metro ochenta de ancho con sábanas perfectamente conjuntadas con el edredón. 

Empotrar.

Quedarse toda su vida soltera era una idea francamente atractiva. 

Comentarios

poliebrico ha dicho que…
También me ha gustado muy bueno el personaje de ella

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